Por Daniela Nicolalde
A veces siento que las cosas que amas profundamente y que están destinadas para ti también te buscan. Las pasiones auténticas y los sueños más profundos parecen trazar un camino de una forma casi mágica cuyo destino eres tú mismo. Las mejores experiencias y oportunidades de mi vida han llegado así: como hermosas coincidencias que parecen obra del destino. La oportunidad de escribir este texto es una buena muestra: nació luego de rendir mi examen práctico del libro 4 de flauta traversa Suzuki, que a mi maestra Kelly Williamson le agradó. Esto derivó en una conversación en la que mostró interés sobre mi trayectoria musical, y terminó sugiriéndome que escribiera este artículo.
Mi familia, desde hace cuatro generaciones, ha estado profundamente conectada con el arte. Mi tatarabuela tocaba el arpa; mi bisabuelo, Ulpiano Benítez, era compositor –una de sus obras más destacadas es el yaraví Puñales, por lo que en mi país le llaman el señor del Yaraví. Mi tío abuelo, Gonzalo Benítez, fue un gran cantante y compositor, reconocido como un importante representante de nuestra música nacional. Las vivencias cotidianas y el amor por la música han llevado a muchos de mis familiares a cantar, componer y tocar diversos instrumentos. Crecí rodeada de música y de un deseo genuino por expresarme a través de ella. Mi padre, el menor de ocho hijos, nació en Otavalo, una pequeña ciudad en el norte de Ecuador, conocida por su pluriculturalidad, su mercado artesanal y su entorno lleno de lagos, montañas y el majestuoso volcán Tayta Imbabura, que en su geografía dibuja un corazón.
Mi abuela paterna, al saber que mi padre sería su último hijo, decidió que lo convertiría en el mejor artista. Durante su embarazo, cantaba tangos y pasillos mientras realizaba las labores del hogar y le hablaba de la música que “escuchaban juntos”. Desde niño, mi padre arreglaba todo lo que tocaba: relojes, carritos de cuerda y más. Pienso que también “arregló” nuestra infancia. Su creatividad y cariño llenaron nuestra vida de dibujos, títeres, cuentos y música. Mi padre, también desde pequeño, mostró una gran pasión por la música. En su infancia formó parte de varios grupos folklóricos y se destacó por su habilidad para silbar, influenciado por el pájaro huiracchuro y el grupo Huayanay. Esta habilidad le valió varios premios en concursos locales.
Sin embargo, mi primera expresión artística fue a través de la literatura. Yo era una ferviente lectora hasta que una Navidad, cuando tenía ocho años, comencé a escribir poesía. Un amigo de mis padres leyó mis poemas y decidió publicarlos en un periódico. Recuerdo que, cuando vino a verme, le conté que sabía volar. En Navidad, siempre me disfrazaba de ángel, y mi padre, para darme la ilusión de volar, me tomaba fotografías mientras saltaba, capturando el momento exacto en el que estaba en el aire. Le mostré esas fotografías al entrevistador y él agregó al título de la publicación: “Daniela, la niña que sabe volar”. Mi papá me dio alas, y cada vez que me siento perdida, mi mamá me recuerda: “Eres la niña que sabe volar”. No tienen idea de cómo esas palabras me han ayudado a lo largo de mi vida.
Por las mañanas, escuchábamos a mi madre y mi padre cantar con su guitarra, interpretando canciones folclóricas y de protesta latinoamericanas, como las de Inti-Illimani, Illapu y Los Kjarkas. Fue así como mi hermano menor y yo aprendimos a amar la música y a imitarla con nuestras flautas dulces. Sin saberlo, recibimos la mejor formación Suzuki: crecer en un ambiente que fomentaba nuestra sensibilidad musical. En ese tiempo no había un lugar formal donde aprender música, y el mayor regalo que tuve para acercarme a la música clásica fueron dos CDs que llegaron a mi casa con la compra del periódico El Comercio. Uno contenía piezas dedicadas a la primavera y el otro, ballets de Tchaikovsky. Durante mi infancia, no recibí clases formales de instrumento, pero las ganas de hacer música junto a mi familia y la escucha constante de grabaciones me llevaron a estudiarla por mi cuenta, intentando imitar lo que oía. Pasaba tardes enteras en este esfuerzo autodidacta.
Hace unos días, Kelly Williamson me recordó una frase del Dr. Suzuki: “No solo la música se aprende de los padres, sino también la sonrisa”. Y sé que es verdad. Mi madre siempre me repite: “La palabra convence, pero el ejemplo arrastra”. Todo lo que nos rodea ayuda a formar la percepción de nosotros mismos y nuestra relación con el mundo. Son nuestros actos los que definen quiénes somos y en quién queremos convertirnos. Los años pasaron, y cuando llegó el momento de decidir hacia dónde encaminar mi vida, dudaba entre la pintura, la literatura o la música. Mi decisión se volvió clara al escuchar a mi maestra tocar el piano. Así descubrí el Instituto de Música Luis Ulpiano de la Torre, en Cotacachi, donde comenzó mi formación como flautista.
Tras graduarme, me mudé a Quito para continuar mi formación en el Conservatorio Franz Liszt, donde descubrí mi pasión por la música barroca y las sonatas de Bach, que escuchaba incansablemente. Más tarde, recibí una beca en la Universidad San Francisco de Quito. Sin embargo, cuando mis padres enfrentaron dificultades económicas, tuve que buscar nuevas oportunidades. Gracias a mi participación en un concierto del Pawkar Raymi, uno de los festivales de música folclórica más importantes del país, conocí al padre de mi hijo y comencé mi carrera como piccolista. Fue él quien me habló del Método Suzuki y me incentivó a tomar el curso de Filosofía Suzuki en el año 2015. Al finalizar el curso, él me animó a participar en el concierto de cierre de profesores con una pieza musical. Aunque al principio dudé, finalmente acepté. Tras el concierto, Caroline Fraser se acercó a mí y me hizo comentarios muy positivos, especialmente sobre la calidad de mi sonido. Estos comentarios llamaron la atención de los organizadores de los cursos en Ecuador, quienes me ofrecieron trabajar con ellos en la apertura de la escuela de flauta traversa dentro del programa PETM del Instituto de Investigación, Educación y Promoción Popular del Ecuador (INEPE).
Así comenzó una nueva etapa en mi vida, donde tuve la oportunidad de viajar a varias ediciones del Festival Internacional Suzuki de Música de Perú para capacitarme en su pedagogía. Descubrí un amor profundo por la enseñanza y por mis alumnos, quienes me han dejado grandes recuerdos. Me llena de alegría verlos crecer en su profesión como instrumentistas. Siempre he procurado seguir formándome tanto como pedagoga y como interprete, tomando clases con maestros que me inspiran y capacitándome constantemente. En mi país tenemos el privilegio de contar con la destacada presencia del maestro Luciano Carrera, cuya dedicación y notable trayectoria han sido fundamentales para el fortalecimiento de la escuela de flauta nacional. Entre sus aportes más significativos se encuentra la creación del Festival Internacional de Flautistas en el Centro del Mundo. Este evento ha brindado a numerosos flautistas la oportunidad de participar en clases magistrales, formar parte de la orquesta de flautas y, en muchos casos, continuar su formación académica en el extranjero a través de maestrías en flauta. Hoy tengo el honor de ser parte del equipo organizador de este prestigioso festival.
La pandemia, aunque desafiante, trajo consigo muchas oportunidades. La generosidad de flautistas y pedagogos destacados al compartir contenido valioso en redes sociales me permitió descubrir información inspiradora y sobrellevar esos tiempos con motivación. Los videos de conciertos de Peter Verhoyen me acompañaron durante toda esa etapa. Participé en varios festivales en línea, y fue en uno de ellos donde conocí a mi querida maestra Alhelí Pimienta, tras inscribirme en el Festival Perla del Pacífico de Guayaquil, donde recibí clases de piccolo con ella. Poco después, me ofreció una beca para continuar mi formación en su estudio de flauta Flute Sprint en Canadá. Gracias a su apoyo, fui parte del programa Yo Quiero Equal Opportunity creado por Flute Sprint y la International Piccolo Flute Academy, programa en el que, junto a tres flautistas mexicanos, recibí clases durante un año con Nicola Mazzanti, un maestro a quien admiro, respeto muchísimo y quien ha estado pendiente de mi desarrollo musical.
Hoy en día, colaboro en varias orquestas sinfónicas de mi país, entre las que destaco la Orquesta Sinfónica Renaissance Filarmonía y la Orquesta Sinfónica Nacional del Ecuador. Continúo formándome en el Método Suzuki y compartiendo sus enseñanzas. Este camino ha estado lleno de retos, aprendizajes y magia. Cada paso me ha acercado a mi pasión y me ha recordado que, como dijo el Dr. Suzuki, “la música es un regalo que transforma vidas.”